San José quedó extasiado cuando pronunció
por primera vez el nombre de Jesús. Es la única palabra, pronunciada
por el Santo, que nos conserva el Evangelio. Pero ¡Qué palabra!
Porque llamarle Jesús, lo haría desde el momento que le tuvo en sus
brazos, recién nacido de su esposa, juntamente con ella, fue la primera palabra
que nació de los labios de ambos, y la repetirían en silencio contemplativo. Dice
el Doctor de la Iglesia San Juan de Ávila: “Contó
el uno al otro el dulce nombre de Jesús que el ángel les había dicho que
pusiesen al Niño después de nacido, y fue muy particular gozo entre ellos de
oír nombre tan excelente y consolativo como es Jesús, que quiere decir
Salvador, y, como el ángel les dijo, Salvador de los pecados” (Sermón de
san José).
¿Qué sentirían María y José al oír por
primera vez, pronunciado por sus labios, el nombre dulcísimo de Jesús? Se
les hizo miel exquisita en la boca, melodía celestial en oído y júbilo
exultante en el corazón.
Y este nombre dulcísimo de Jesús una vez
pronunciado con los labios, debemos encerrarlo en el corazón y ahí meditarlo en
un silencio contemplativo, como hacían María y José.
Y en este silencio, prolongado por años,
vemos algo especial de la persona de San José: “Pero es un silencio que redescubre de modo especial el perfil interior
de su figura. Los evangelios hablan exclusivamente de lo que José hizo, sin
embargo, permiten descubrir en sus acciones -ocultas por el silencio- un
clima de profunda contemplación” (RC 25).
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