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San José, Bartolomé Esteban Murillo |
¿Quién puede imaginar los abismos de
gracia, santidad y virtudes que Dios y el Espíritu Santo derramaron en la
persona de san José? Nadie. Excede toda imaginación y ponderación. Un
predicador del siglo XVII, Ignacio Coutiño, dominico, prendado ante la inmensa
grandeza de san José la aplica estos calificativos, ponderativos: gloriosísimo,
santísimo, virgen purísimo, sacratísimo, amantísimo de Dios, superlativamente
querido de Dios, ilustrísimo, santo de mi alma, José divino, padre, superior y
dueño de la casa de Dios; Jesús, María y José, y vale más esta casa que manda
José que todo el resto de la Iglesia. Ningún otro santo llegó a dignidad tan
soberana.
Dios Padre y su Espíritu Santo, al casarle
con María, le hicieron partícipe de la llenez de gracia y de virtudes de su
esposa, de su humildad y sencillez, de su amor y hermosura y demás virtudes de
María, de los abismos de amor que había en su corazón sacratísimo, de los
encantos de su dulzura, bondad y misericordia, de su espléndida virginidad y de
los privilegios de María con la excepción del de su inmaculada concepción.
Con razón escribe san Bernardino de Siena:
“¿Cómo podrá pensar el entendimiento discreto que había de unir el Espíritu
Santo el alma soberana de la Virgen en unión tan estrecha de matrimonio a otra
alma que no fuese a ella semejantísima en la perfección de las virtudes? Por
donde creo que san José fue limpidísimo en virginidad, altísimo en
contemplación, diligentísimo por la salud de todos, a semejanza de su esposa,
porque fue ayuda semejante a la Virgen”
P. Román Llamas, ocd
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